Por: Juan López
Acapulco, destartalado inmueble. Dicha
extraviada. Ciclón. “Manuel”. Azote. Volvieron
a ser arrasados tus carrizos. A quien etiquetar como culpable. A cuántos
pedirles cuentas.
Decir que Zeferino babeaba de contento cuando
autorizó los planos donde el desastre se llevó a cabo, crees Acapulco que esto
aplaque la impotencia del pueblo.
Casas ARA, Homex, Geo Carabalí, escrituraron tu
cementerio. Hienas sedientas construyeron cubiles, para que tus cachorros sufrieran
su purgatorio. Roedores pardos, sapos grises, alimañas…
En cobarde silencio vimos crecer al demonio en tus humedales. Desgarrado por los estragos. Sumido en la orfandad. Balbuceando estertores.
Acapulco, tienes aspecto de calamidad.
La rapiña
fue, una intentona de robo famélico. Excusa de la necesidad. Instinto, no conducta de sobrevivencia. Cuando los
intestinos gruñen es insolvente el alma.
Por ello, el centinela se abstuvo de perseguir a las
multitudes que como las arrieras cargaban a lomo el inventario de Oxxo, Costco y Sams Club: paté con trufas, pantallas
de plasma, aparatos digitales, sardinas en lata, perniles de jamón, pollos
rostizados, almejas y calamar, abulones en salmuera, filetes, anchoas y
hortalizas al alto vacío, cristalizadas que se comen pero que no se disfrutan,
que saben a pasto seco.
Dios Santo, inauguraste el paladar de los pobres. Dime cuándo
los convidados del olvido, los
desarraigados, habían comido ahumado un ostión. Tal vez ahí se concibieron la diarrea, el
brote del cólera, las enfermedades gastrointestinales que surgieron de pronto
en la comarca.
Y, pese a
todo, aún te quiero Acapulco, como se ama a un cariño moribundo. Como se adora
al Hijo Pródigo que retorna al nidal de la familia, retroalimentado de la
experiencia y el desdén. Como se tolera un vicio, se acepta una tara perpetua y se convive con un enigma.
Por lo
mismo no culpes a tus pobres. Nunca olvides que eres, índole del país del
Fobaproa. Si rescataste a tus banqueros de su quiebra dolosa, no tienes ninguna
autoridad moral para señalar de vándalos a tus montoneros. Tu honra está
marchita. Tu voz carece de eco. Tu asombro es faramalla. ¡Cállate!: No azuces a
los mentecatos.
El alba,
de la madrugada turbia es luminosa. La vida es como la espiga, florece pese a todo.
Sí, a
mitad del vendaval la piel se eriza. Cuánto pavor puede generar una tormenta.
No todos estamos vivos. Un centenar de
almas fueron sepultadas por el desgaje del cerro en La Pintada. H2-O: líquido
aniquilante. Húmeda bofetada. El frío, la intemperie, el hambre son
penetrantes, gélidas llamaradas, puñaladas aleves. Ya pasó la borrasca. A comenzar
de nuevo. La vida germinará aún contra la voluntad de la naturaleza bravucona.
PD: “El 15 y 16 de septiembre… ¿Mientras llovía, dónde
estabas Dios? Te me perdiste”.