Juan López
Los tres
casos se parecen: es la decadencia: el tobogán de la derrota. Ser mediocre,
común, ordinario, no es delito. La mayoría de las personas somos eso: seres
comunes, ciudadanía, montón. Pero, cuando se sobresale, ya porque se es un
deportista o un artista afortunado. Un
político sobresaliente. Un líder que rebasa márgenes y límites. Entonces al
caer, el porrazo, cuando se aflojan sus sostenes, es más severo.
La
adrenalina es una sustancia que corre por nuestras venas en toda ocasión
extrema. Con la resortera del Bunggy, el chirriar de dos automóviles a 300
kilómetros por hora o en el pecado de un amor que cifra los quince años. Lo que
más se parece a la ataraxia es el ejercicio del poder: igual a una droga que se
absorbe y te conduce por la ruta de la inconsciencia. A tus pies, la
obediencia. A tus antojos, toda la capacidad de un aparato humano, económico y
político para cumplir tus más insólitos caprichos.
Y que de
pronto, toda esa estructura fantástica que hace posible tu adoración. Que se pone
de rodillas ante tus órdenes. Que mueve galaxias para que se acaten tus
instrucciones. De repente, como un castillo de arena disuelto por el aire, se
derrumban la magia, el hechizo, la ilusión y te ves, caminando al garete, sin
rumbo ni orientación ni brújula: veleta sin destino, donde al final del túnel
sólo queda, tan insondable como misterioso, el calabozo que te hundirá en
depresión y pánico.
En esto se
parecen Elba Esther, Andres Granier y El Chapo: vidas paralelas: patéticos, que
fueron no hace mucho, cereza del pastel de sus respectivas y monárquicas
ínsulas. Autócratas, absolutistas, tan poderosos, que eran capaces de mandarle
al sol a que saliera temprano todas las mañanas y, como en el cuento del
Principito, el sol les obedecía. Igual pudieron haber hecho con el crepúsculo:
ordenarle oscurecer a las seis de la tarde y la noche en ciega obediencia
tendería su manto negro sobre el mundo.
La cárcel
no es sólo, un encierro obligatorio. Es también una lápida que rompe el alma,
destroza el corazón, aniquila la mente, atrofia la razón y es, gangrena que
avanza sobre la piel del espíritu. La prisión es fulminante para el criminal
que roba, asesina, defrauda dentro del fuero común. Pero, cuando se ha ejercido
el poder, contado los millones de dólares como liviandades de la vida. Cuando
se ha doblado a gobernantes, se desquiciaron instituciones, se pervirtieron los
estratos de la ley entonces, caer al vacío sin red, romperse contra la realidad
todos los confines del dominio. Con las alas rotas y el vuelo en picada,
entonces el otrora poderoso cóndor de las inmensas alturas, se vuelve un finito
renacuajo pisoteado por las peores inclemencias.
Perder el
poder y recibir a cambio la humillación más canalla, es la cruel derrota para
la que no están preparados muchos de los que aún deambulan
con la corona puesta.
PD: “La
hora más sombría, sólo dura 60 minutos”: Andrew Luguet.
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