Dos sacerdotes
José
Antonio Rivera Rosales
En esta
ocasión, estimados lectores, nos apartaremos de la cuestión política para
centrarnos en un tema menos ordinario, más etéreo, inclusive más perturbador.
Es una narración de hechos extraordinarios,
completa y absolutamente verídica, que compartimos en el ánimo de que produzca una reflexión
personal en todos y cada uno de nuestros lectores, dicho sea con todo respeto.
Debemos aclarar que es la primera vez que se
menciona públicamente este acontecimiento, el cual forma parte de una
concatenación de hechos similares que se publicarán en 2015 en forma de libro.
La presente narración refiere incidentes de
la vida de dos sacerdotes de la Iglesia Católica que, en diferentes momentos,
ejercieron su ministerio en una capilla de un barrio popular de Acapulco.
Desde algún tiempo, una anciana vidente,
que también por muchos años habitó en ese barrio popular, comenzó a visualizar
imágenes de clarividencia extraordinarias sobre diferentes acontecimientos de
la vida nacional. Aunque en esta ocasión describimos de manera sucinta sólo el
episodio de los sacerdotes, en realidad esas visiones, que se han producido a
lo largo de los últimos 30 años, tocan tangencialmente parte de la agenda
pública del país.
Dos sacerdotes de la Iglesia Católica,
ampliamente conocidos en el puerto de Acapulco -donde ejercieron la mayor parte
de su ministerio-, en diferentes momentos de esta historia fueron asignados por
su superior jerárquico a una pequeña capilla de una comunidad urbano-rural
conocida por su proclividad a la violencia.
Los ascendientes de esa comunidad,
convertida ahora en un barrio popular, en su mayoría provenían de la región de
Costa Chica, donde abrevaron su comportamiento y cultura del viejo pistolerismo
rural emanado de los tiempos de la Revolución Mexicana.
Para los
habitantes de ese barrio, los retos de la vida cotidiana giraban siempre en
torno de un machismo ancestral que preconizaba la fuerza bruta y el asesinato
como demostración de hombría.
Ese era el marco conductual que
caracterizaba a la citada comunidad cuando arribaron los dos sacerdotes, ambos
hombres que iniciaban en la madurez física.
Uno de ellos era un hombre austero, parco en
sus expresiones, pulcro, con una conducta comprometida que se manifestaba
siempre en sus conversaciones y acciones, que en todo tiempo y momento versaban
sobre Dios y la importancia de la fe. Un tiempo después nos enteramos de que
algunos hechos traumáticos habían marcado su conducta para siempre. A este
sacerdote lo llamaremos “el austero”.
El otro sacerdote, que arribó a la capilla
muchos años después, se caracterizaba por su carácter festivo, dicharachero,
poético inclusive. Gustaba vestirse con la indumentaria del charro mexicano,
así como cantar en público y en fiestas
particulares. Vestido de charro, llegó a cantar en un evento público en lo que
hoy es el Grand Hotel, antes Hyatt Regency. En el citado barrio llegó a
comentarse de alguna relación sentimental con una dama. Sin ánimo de ofender,
llamaremos a este ministro “el festivo”.
Fue en una ocasión, cuando la anciana
vidente asistía a la celebración de la eucaristía en que, involuntariamente,
comenzó a ver que el sacerdote austero flotaba
en el aire. Pero lo más extraordinario resultaba ser que, en un momento dado,
quien levitaba no era el citado sacerdote sino un hombre de belleza
extraordinaria, de gesto sereno y cabello largo, vestido con una túnica blanca,
que predicaba en lugar del sacerdote. Fueron varias las ocasiones en que esta
visión se repitió.
Debemos enfatizar en que las visiones de
clarividencia de esa mujer son, en una gran mayoría de veces, absolutamente involuntarias.
Tiempo después de estos hechos, ambos
sacerdotes murieron. La vidente nunca más volvió a “ver” al
sacerdote austero.
Sin embargo, en una ocasión en que la
anciana hacía su acostumbrada oración en la vieja capilla, descubrió que de la
oficina privada del templo, donde solían tener su despacho ambos ministros, emergía
el sacerdote festivo.
Empero, su rostro ya no reflejaba esa imagen
relajada y displicente que lo caracterizó en vida: ahora mostraba una mirada de
azoro y se conducía con una actitud aprensiva, como escondiéndose de la escasa
concurrencia que asistía a la eucaristía.
“De repente se asomaba a ver a la gente que
rezaba en la iglesia, a la que miraba con unos ojos grandes y como asustados”,
describió la vidente.
No era para menos: la mitad izquierda de su
rostro mostraba un aspecto normal, pero de la mitad derecha le manaba una
especie de lodo negro. Aunque se limpiaba con regularidad el lodo obscuro que
brotaba de su rostro, éste seguía saliendo sin parar.
Su mirada de azoro contenía también otro
ingrediente: miedo. Algunas veces miraba a los pocos fieles que oraban en la
capilla, como queriendo hablarles, pero ninguna palabra brotaba de sus labios,
como si estuviera impedido para hacerlo.
De tanto en tanto se limpiaba el lodo de su
lado derecho, pero esa excrecencia hedionda brotaba de nuevo de manera
interminable.
La mujer se asustó tanto que siguió orando
con fervor, ahora por el alma del sacerdote festivo.
Muchos años han transcurrido desde entonces.
Las visiones sobre el sacerdote festivo cesaron. Pero otras han hecho su
aparición de manera sucesiva a lo largo de más de 30 años. Algunas de estas
manifestaciones aluden a hechos ocurridos en el pasado, pero otras versan sobre
el futuro.
Quizá el lector común se extrañe de que
abordemos un tema religioso en lugar de hablar de la agenda política y social
del Estado.
Consideramos como una razón de ética política escribir estas líneas
para todo público, sea de la confesión religiosa que fuere.
El que quiera entender, que entienda.
Saque el lector sus propias conclusiones.