lunes, 25 de agosto de 2014

BAJO FUEGO



Dos sacerdotes


   José Antonio Rivera Rosales

   En esta ocasión, estimados lectores, nos apartaremos de la cuestión política para centrarnos en un tema menos ordinario, más etéreo, inclusive más perturbador.

   Es una narración de hechos extraordinarios, completa y absolutamente verídica, que compartimos  en el ánimo de que produzca una reflexión personal en todos y cada uno de nuestros lectores, dicho sea con todo respeto.

   Debemos aclarar que es la primera vez que se menciona públicamente este acontecimiento, el cual forma parte de una concatenación de hechos similares que se publicarán en 2015 en forma de libro.

   La presente narración refiere incidentes de la vida de dos sacerdotes de la Iglesia Católica que, en diferentes momentos, ejercieron su ministerio en una capilla de un barrio popular de Acapulco.

   Desde algún tiempo, una anciana vidente, que también por muchos años habitó en ese barrio popular, comenzó a visualizar imágenes de clarividencia extraordinarias sobre diferentes acontecimientos de la vida nacional. Aunque en esta ocasión describimos de manera sucinta sólo el episodio de los sacerdotes, en realidad esas visiones, que se han producido a lo largo de los últimos 30 años, tocan tangencialmente parte de la agenda pública del país.

   Dos sacerdotes de la Iglesia Católica, ampliamente conocidos en el puerto de Acapulco -donde ejercieron la mayor parte de su ministerio-, en diferentes momentos de esta historia fueron asignados por su superior jerárquico a una pequeña capilla de una comunidad urbano-rural conocida por su proclividad a la violencia.

   Los ascendientes de esa comunidad, convertida ahora en un barrio popular, en su mayoría provenían de la región de Costa Chica, donde abrevaron su comportamiento y cultura del viejo pistolerismo rural emanado de los tiempos de la Revolución Mexicana.

Para los habitantes de ese barrio, los retos de la vida cotidiana giraban siempre en torno de un machismo ancestral que preconizaba la fuerza bruta y el asesinato como demostración de hombría.

   Ese era el marco conductual que caracterizaba a la citada comunidad cuando arribaron los dos sacerdotes, ambos hombres que iniciaban en la madurez física.

   Uno de ellos era un hombre austero, parco en sus expresiones, pulcro, con una conducta comprometida que se manifestaba siempre en sus conversaciones y acciones, que en todo tiempo y momento versaban sobre Dios y la importancia de la fe. Un tiempo después nos enteramos de que algunos hechos traumáticos habían marcado su conducta para siempre. A este sacerdote lo llamaremos “el austero”.
  
   El otro sacerdote, que arribó a la capilla muchos años después, se caracterizaba por su carácter festivo, dicharachero, poético inclusive. Gustaba vestirse con la indumentaria del charro mexicano, así como cantar en público y en fiestas particulares. Vestido de charro, llegó a cantar en un evento público en lo que hoy es el Grand Hotel, antes Hyatt Regency. En el citado barrio llegó a comentarse de alguna relación sentimental con una dama. Sin ánimo de ofender, llamaremos a este ministro “el festivo”.

   Fue en una ocasión, cuando la anciana vidente asistía a la celebración de la eucaristía en que, involuntariamente, comenzó a ver que el sacerdote austero flotaba en el aire. Pero lo más extraordinario resultaba ser que, en un momento dado, quien levitaba no era el citado sacerdote sino un hombre de belleza extraordinaria, de gesto sereno y cabello largo, vestido con una túnica blanca, que predicaba en lugar del sacerdote. Fueron varias las ocasiones en que esta visión se repitió.

   Debemos enfatizar en que las visiones de clarividencia de esa mujer son, en una gran mayoría de veces, absolutamente involuntarias.

   Tiempo después de estos hechos, ambos sacerdotes murieron. La vidente nunca más volvió a “ver” al sacerdote austero.

   Sin embargo, en una ocasión en que la anciana hacía su acostumbrada oración en la vieja capilla, descubrió que de la oficina privada del templo, donde solían tener su despacho ambos ministros, emergía el sacerdote festivo.

   Empero, su rostro ya no reflejaba esa imagen relajada y displicente que lo caracterizó en vida: ahora mostraba una mirada de azoro y se conducía con una actitud aprensiva, como escondiéndose de la escasa concurrencia que asistía a la eucaristía.

   “De repente se asomaba a ver a la gente que rezaba en la iglesia, a la que miraba con unos ojos grandes y como asustados”, describió la vidente.

   No era para menos: la mitad izquierda de su rostro mostraba un aspecto normal, pero de la mitad derecha le manaba una especie de lodo negro. Aunque se limpiaba con regularidad el lodo obscuro que brotaba de su rostro, éste seguía saliendo sin parar.

   Su mirada de azoro contenía también otro ingrediente: miedo. Algunas veces miraba a los pocos fieles que oraban en la capilla, como queriendo hablarles, pero ninguna palabra brotaba de sus labios, como si estuviera impedido para hacerlo.

   De tanto en tanto se limpiaba el lodo de su lado derecho, pero esa excrecencia hedionda brotaba de nuevo de manera interminable.
   La mujer se asustó tanto que siguió orando con fervor, ahora por el alma del sacerdote festivo.

   Muchos años han transcurrido desde entonces. Las visiones sobre el sacerdote festivo cesaron. Pero otras han hecho su aparición de manera sucesiva a lo largo de más de 30 años. Algunas de estas manifestaciones aluden a hechos ocurridos en el pasado, pero otras versan sobre el futuro.

   Quizá el lector común se extrañe de que abordemos un tema religioso en lugar de hablar de la agenda política y social del Estado.

 Consideramos como una razón de ética política escribir estas líneas para todo público, sea de la confesión religiosa que fuere.

   El que quiera entender, que entienda.


   Saque el lector sus propias conclusiones.

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