Contracolumna
Por José Martínez M. (*)
México,
D. F., abril de 2012. Érase una vez en el
Caribe que un día la sociedad amaneció narcotizada. Como en el cuento de Pedro
y el lobo nadie tomó en serio las advertencias, muchos pensaban que se trataba
de un juego, hasta que ¡Zas! la narcopolítica había penetrado como la humedad
infiltrándose en todos los sectores de la sociedad, llegó hasta la cúpula del
poder y cayó el primer narco-gobernador. Ahora los órganos de inteligencia
tanto de México como de Estados Unidos han puesto su atención en Quintana Roo.
Algo huele mal por eso se escuchan nuevos gritos de advertencia: Socorro! El
lobo! Que viene el lobo!
Para nadie es un secreto que el principal destino turístico del país es el
paraíso de las drogas y uno de los principales lugares del lavado de dinero. El
hecho es, que la política en Quintana Roo es manejada al estilo de los cárteles
de la droga. Así que cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia.
Y si no que le pregunten al ex gobernador Félix González Canto, convertido hoy
no sólo en el poder tras el trono, sino en el candidato de la impunidad.
La pregunta es ¿cómo opera en Quintana Roo el cártel político en el poder?
Un cártel político a semejanza de un cártel de las drogas, en esencia, es una
situación en la que un grupo o clan controla la gran parte de las posiciones
políticas en el poder mediante el acuerdo entre dos o más familias o grupos
pertenecientes a un mismo partido, con la finalidad de: reducir o eliminar la
competencia dentro del territorio estatal, en el que ‘operando’ cada grupo
político por separado aumentaría la competencia entre las distintas familias.
De esa manera el cártel establece un mayor control sobre la clase política, y
por tanto de los cargos de elección popular.
Los jefes del cártel político obtienen mayor poder de control y también un
‘sobre beneficio’, en detrimento de los intereses de los políticos bisoños que
aspiran a un puesto de elección popular o un cargo en la burocracia.
En un cártel, al igual que en un monopolio, los que controlan el poder obtienen
el máximo beneficio posible, pero a diferencia de este, el ‘excedente de
ganancias’, es decir a los beneficios que hubiesen obtenido en ausencia de
acuerdo, se reparte entre los políticos o jefes de los grupos que cooperan, y
además en el cartel no se controla toda la clase política porque siempre habrá
grupos de oposición, en cambio en un monopolio político, en este caso en una
dictadura el único jefe del Estado es quien controla a todos los grupos
políticos.
El ejemplo de cártel más famoso a nivel nacional es el PRI (Partido
Revolucionario Institucional), que aunque en la práctica controla la mayoría de
la gubernaturas, apenas alcanza a “gobernar” con menos del 50% de los congresos
y municipios. Por tanto, no hace falta que el cártel controle la mayoría de los
grupos políticos para tener el control político del país.
Es así que las principales actuaciones que un cártel político suele acometer
para mantener el ‘control’ en alguna entidad, son las siguientes:
Fijan las reglas del juego o cómo compartirán el poder para mantener el control
social, este tipo de acuerdos dependen de los arreglos con cada partido, y por
tanto de la fuerza electoral que dispongan estos los beneficios también serán
mayores. Más y mejores posiciones en el gabinete de un gobierno, más cargos en
los congresos locales y mejor repartición de alcaldías.
Sin embargo, el jefe del cártel limita la “oferta” disponible, con el propósito
de que la competencia aumente por el juego de la oferta y la demanda entre los
grupos rivales.
Apoyándose en lo anterior, quienes controlan el liderazgo del cártel obtienen
de manera conjunta los mayores beneficios posibles de la repartición de las
cuotas del poder.
Los cárteles, obviamente tienen sus seguidores y sus detractores, las
principales reivindicaciones de los primeros es que añaden flexibilidad a la
clientela política burocrática y electoral, proporcionan un reparto más
equitativo de los “beneficios”, y sobretodo ayudan a eliminar el efecto de
descontento social y político al repartir cuotas de poder.
Por otro lado, sus detractores critican que se perjudica a los políticos que no
cuentan con el suficiente respaldo de un grupo político al tener que soportar
una mayor competencia o imposición, así que hacer política de manera
independiente es casi imposible.
En su forma ‘pura’ los cárteles atentan contra bienestar social a costa de la
clientela electoral o votantes. Los cárteles son una forma ruin de mantener el
control político mediante operaciones de corrupción en todos sus aspectos.
De esta forma ha venido operando el cártel de Cozumel que a toda costa ha
impuesto sus reglas y cuotas de poder.
El tema del poder y el narco en el Caribe ha llamado la atención de los
escritores, pero queda claro que la ficción jamás superara a la realidad. Así,
Juan Villoro ha recreado en su nueva novela Arrecife el tema de las drogas a
partir de una aventura en Cancún.
Como apunta Luis Prados a propósito de la novela de Villoro y la
narcoliteratura.
“En la era del narco parecería evidente que el éxito de novelas como El poder
del perro, de Don Winslow; La reina del Sur, de Arturo Pérez-Reverte, o Balas
de plata, de Elmer Mendoza, se debe a que describen con solvencia no solo la
realidad sino también el momento que atraviesan las letras mexicanas. La
ficción confirmaría los prejuicios del lector de prensa y las editoriales
extranjeras atenderían esa demanda. Así se ve desde el exterior: en México se
escribe narcoliteratura. Un género protagonizado por traficantes, prostitutas,
travestis, cadáveres decapitados y muertos por sobredosis, habitantes de un mundo
sórdido, violento y corrupto. Como todos los tópicos tiene parte de verdad –aún
se escribe mucha narcoliteratura en este país–, pero no toda. Al menos no entre
buena parte de los nuevos narradores mexicanos nacidos en los años setenta.
“Hay dos narcoliteraturas: la policiaca y la literaria, explica Emiliano Monge
(Ciudad de México, 1978), autor del libro de relatos Arrastrar esa sombra y de
la novela Morirse de memoria (los dos en la editorial Sexto Piso). La segunda
aborda el fenómeno no como personaje sino como escenario, como un espacio en el
que tienen cabida tanto las historias de amor como la emigración y los
parricidios. El aumento de la violencia social va siempre acompañado del
aumento de violencias más íntimas”.
Lo importante en este tema de la narcoliteratura es que los políticos al estilo
Mario Villanueva pasan a convertirse en personajes de este tipo de historias.
¿Cuántos políticos más se sumarán a esta lista y acaso terminen en prisión como
guiñapos del poder? ¿El ex gobernador Félix González Canto terminará convertido
en personaje de la narcoliteratura?
Por ahora Quintana Roo ante el vacío cultural e histórico que padece, ocupa la
atención de los escritores para desarrollar nuevas historias dentro del nuevo
género de la narcoliteratura. ¿Cuántas historias se podrían escribir sobre las
complicidades del poder y el narco, la política y el narco, la corrupción y la
impunidad? Qué le pregunten a Félix González Canto.
Desde Barcelona la periodista Amelia Castilla habla con Juan Villoro sobre su
nueva novela titulada Arrecife, un complejo relato sobre la amistad en la
“tercera juventud”, con el narco de por medio.
En Arrecife el núcleo argumental básico se corresponde con una postal
paradisiaca, en un hotel de descanso en el Caribe, como hay tantos en México,
pero en el lateral, una situación, que no se identifica si es de juego o de
violencia, altera el paisaje. Esa arista perturbadora tiene que ver con la
búsqueda de emociones fuertes y el contexto de violencia en que se mueve
México, con cuerpos que aparecen decapitados en lugares imprevistos, como
Acapulco, antaño edén turístico.
En el argumento de Arrecife, un músico retirado funda un resort en Kukulcán con
extraños programas de entretenimiento: un paraíso que incluye ciertas dosis de
crueldad. No es casual que la novela transcurra en el lugar de los antiguos
mayas, una zona de esplendor religioso y gastronómico, donde solo quedan los
mayas diminutos que sirven cócteles en los bares.
El fondo y la atmósfera de la novela tienen que ver con esa coreografía de la
violencia, pero otra de las lecturas posibles de Arrecife se relaciona con la
progresión de la contracultura. Frente a los que sostienen que todas las
puertas que se abrieron en los sesenta encontraron una clausura apocalíptica o dramática
en la realidad —la revolución sexual se truncó con el sida, la búsqueda de
rebeldía acabó en la crisis de las ideologías, los paraísos artificiales de la
droga en el narcotráfico—, Villoro defiende que los grandes anhelos de esos
años no fracasaron del todo: “La contracultura ha encontrado formas de
realizarse en otros ámbitos, como la realidad virtual y las nuevas tecnologías.
Silicon Valley está lleno de hippies que pasaron del éxtasis del LSD al
digital, encontraron visiones sustitutas”, cuenta.
Quizás por eso, los protagonistas de su novela son precisamente dos músicos de
esa generación, marcados por las secuelas de las drogas: “Pasé la primera parte
de mi vida tratando de despertarme, la segunda tratando de dormir, me pregunto
si habrá una tercera parte”, cuenta el narrador en el arranque de la novela. La
obra transcurre justamente en ese tercer acto de la vida de las personas en el
que, sin llegar a sentir la vejez, se enfrentan a los desafíos de las últimas
oportunidades. Arrecife es también una novela sobre la amistad y el amor. “Es
difícil encontrar temas más interesantes que la familia y los amigos. El gran
enigma es la persona que está más cerca de ti”.
“La literatura –dice Villoro – es una forma del misterio, cuando uno escribe
aclara el mundo a través de un libro”…
Luis Prados en una encuesta entre jóvenes novelistas refiere que los escritores
mexicanos del siglo XXI no forman una generación ni una facción ni un
movimiento. Son un grupo de voces individuales enfrentadas a una realidad mucho
más amplia que la del narco en el que las cosas están dejando de ser lo que
eran. Como dice Emiliano Monge: “Lo único común entre los escritores mexicanos
contemporáneos es que todos somos cazadores y que son tantas las bestias y es
tan grande el paraje que no tenemos que encontrarnos ni compartir presas ni
armas”.
“Los narradores más recientes, en su mayoría, ya no se plantean la dicotomía
local-global como un problema que haya que superar. Escribimos desde un espacio
plenamente global. Yo creo que México es Manhattan y es Berlín aunque los
gringos y los alemanes no lo sepan todavía. Y por supuesto, no es una
barbaridad decir que somos hijos del TLC”, dice Luiselli.
Antonio Ortuño coincide en que con el TLC “México entra en la posmodernidad”,
pero advierte contra “el esnobismo y la mirada de turista” en las letras
mexicanas: “Personalmente me interesan mucho más las vidas de los mexicanos que
cruzan a nado la frontera con Estados Unidos que las de los que van allí a
sacarse su quinto doctorado”.
“Cada quien es hijo de su tiempo y nuestro tiempo innegablemente es el del TLC
y el del alzamiento zapatista”, afirma por su parte Monge. “Pero también somos
hijos de la desolación que dejaron a su paso nuestros padres, quienes vendieron
su esperpéntica derrota de 1968 como una gran victoria. Es decir, somos hijos
de una democracia de papel que no funciona en la práctica. Somos hijos del
desengaño y el egoísmo y nietos de la injusticia, el desorden y una cierta
solidaridad ya agotada”, añade.
Esta percepción de un México a la deriva es un rasgo común de estos jóvenes
escritores tanto como lo es la enorme influencia de los autores de Estados
Unidos desde Stephen King a John Fante pasando por los beatniks y Jonathan
Franzen. Una influencia que, dada la proximidad geográfica, viene de antiguo
pero que se corresponde, como dice Monge, con la actual presencia
norteamericana “en la televisión, la radio, la vestimenta y hasta la comida
mexicana de ahora”. “Solo falta que la música country se imponga a la música de
banda”.
A esta tendencia se une la voluntad de muchos escritores jóvenes de romper con
los grandes nombres de la literatura mexicana (Paz, Rulfo, Fuentes), autores
que van perdiendo señal para las nuevas generaciones, y recuperar a figuras
como José Emilio Pacheco, Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol. “Pero por más
que se ponga de moda matar al padre y matar a los caudillos literarios, los
buenos libros van a seguir ejerciendo su influencia”, coinciden Valeria
Luiselli y Antonio Ortuño.
¿Cuántas historias estarán por escribirse a partir de nuestra realidad política
y su vinculación con el mundo de las drogas? Como Juan Villoro en su nueva
novela Arrecife, en el Caribe hay muchas historias
por contarse.
En el Caribe la realidad supera a la ficción. Hay muchas historias por
escribirse a partir de la impunidad, la corrupción, el poder y el narco. La
periodista Lidya Cacho comenzó por abrir esa veta con su libro Los demonios del
edén. Lo cierto es que pronto vendrán nuevas historias, alguna de ellas sobre
pederastia y política. Por lo pronto hay que agradecer que novelas como
Arrecife tengan como escenario al Caribe donde hay abundancia de personajes
pero ausencia de narradores.
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*José Martínez M., es periodista y
escritor. Es Consejero de la Fundación para la Libertad de Expresión
(Fundalex). Es autor del libro Carlos Slim, Los secretos del hombre más rico del mundo, y otros títulos, como Las enseñanzas del profesor. Indagación de Carlos Hank González.
Lecciones de Poder, impunidad y Corrupción y La Maestra, vida y hechos del Elba Esther Gordillo.
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