Por Dennise Dresser
Ser
un Salinas Raúl, Carlos Adriana implica formar parte de un enjambre de dramas,
asesinatos, violencia, corrupción, mentiras, traiciones, amantes, cuentas
ocultas, pasaportes falsos, la búsqueda del poder y el precio que se paga por
conseguirlo. Ésas son las historias que acompañan a la familia Salinas por
donde quiera que van. Ésas son las palabras que la definen. Una familia que
parece que logra exoneraciones, perdones, reinserciones en la vida social del
país como si nada hubiera pasado. Una familia que muestra cómo ha funcionado la
política en el país y la podredumbre de ese funcionamiento. Una pequeña mafia
mexicana. Allí en el sótano, allí en el subsuelo, allí operando en las sombras
y con jueces a su lado, como el juez 13 de Procesos Penales Federales del DF.
Ser un Salinas es ser un arquetipo. Representan algo más que a sí mismos.
Plasman la forma en que la clase política se ha comportado y quiere seguirse
comportando. De manera sórdida. De manera torcida. Con amantes en México y
cuentas en Suiza; con partidas secretas y testigos ejecutados; con millones
acumulados y juicios que ganan en circunstancias cuestionables. Rodeados de
fiscales que se suicidan, países que los investigan, colaboradores que
desaparecen, cargos que no se pueden comprobar. Al margen de la ley, al margen
del interés público.
Ser un Salinas entraña la experiencia aterradora de asomarse a la cloaca de un
clan. De presenciar las actividades de personas esencialmente amorales. De
contemplar la vida que viven, los abusos que cometen, las mentiras que dicen,
en vivo y a todo color. Presidida por Carlos Salinas de Gortari. Ahora de
vuelta e intentando influenciar la política nacional. Y tan lo logra que
obtiene la absolución de su hermano Raúl por el delito de enriquecimiento
ilícito a pesar de todas las cuentas con nombres apócrifos y la conversación
grabada entre Raúl y Adriana -desde la cárcel- en la cual sugieren que Carlos,
el entonces Presidente, orquestó todo. Ser un Salinas implica vivir al frente
de un imperio subterráneo que empieza con la clase empresarial, abarca a los
medios, constriñe la conducta de muchos periodistas, incluye a sectores del
PRI, toca a Los Pinos y termina en los tribunales, que se lavan, y le lavan las
manos a Raúl.
Ser un Salinas implica vivir en el esfuerzo cotidiano de limpiar el apellido
ensombrecido. Ganar legitimidad social para la familia. Ser admirado, buscado,
reconocido, aunque partes del imperio salinista estuvieran construidas sobre
los cimientos de la corrupción. Una corrupción facilitada por empresarios,
avalada por amigos, ignorada por tecnócratas, permitida por las autoridades,
exonerada por los jueces. Año tras año. Cuenta tras cuenta. Millón tras millón.
Inmueble tras inmueble. Una corrupción fácil de tapar y difícil de comprobar,
como lo argumentaron durante años los fiscales suizos que se ocuparon del caso.
Pese a la indagación -y la farsa de la PGR que "apela la resolución"-
hay algo inocultable. Eso que queda, eso que permanece. Lo que huele mal de 48
cuentas congeladas a lo largo del sistema financiero suizo. Lo que huele mal de
compañías fantasma en las islas Caimán. Las transferencias multimillonarias de
bancos en México, Estados Unidos, Luxemburgo, Alemania y Francia. Las
acusaciones de lavado de dinero. El total de 130 millones de dólares.
Acumulados por una persona que siempre fue un funcionario menor, un bon vivant.
Que cuando conoció a María Bernal, su amante, le dijo que era multimillonario,
con la suerte de ser "el hermano del Presidente".
Ser un Salinas le permitió a Raúl incorporar un "fondo de inversión"
fuera de México, le permitió recibir y enviar transferencias secretas de
empresarios que compraron concesiones públicas, le permitió acumular pasaportes
falsos, le permitió ser "el señor diez por ciento" por las comisiones
que cobraba, le permitió mentir una y otra vez. Esa suerte que el sistema
político le provee a quienes están cerca del poder. Ser un Salinas es la
personificación de lo peor del PRI y cómo gobierna, ni más ni menos. La avaricia
incontenible y la irresponsabilidad rampante. Sentir que los recursos del país
eran suyos y podía hacer lo que lo quisiera con ellos. Allí fotografiado en un
yate con su amante sobre las piernas. Allí con su casa en Acapulco y su chalet
en Aspen y sus caballos en El Encanto.
Ser un Salinas implicó apropiarse de recursos que pertenecían -directa o
indirectamente- al pueblo de México. El crimen, actualmente
"absuelto", fue utilizar su posición privilegiada para hacer negocios
tras bambalinas, a oscuras, sin firmas, sin contratos, con sólo un apretón de
manos. Negociar acuerdos y facilitar franquicias y canalizar recursos y
transferirlos de cuenta en cuenta. A espaldas de la población. De la mano de
leyes que lo permitieron porque para eso fueron creadas. Y por eso en México el
enriquecimiento ilícito ha sido un delito "no grave". Y por eso en
México, el trato hacia los poderosos ha sido siempre reverencial. Y por eso la
familia Salinas se ha salido y se sigue saliendo con la suya.
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