miércoles, 17 de octubre de 2012

ENFERMEDAD Y PODER, FAUSTO VALLEJO


Artículo Editorial (*)
(*) Opinión del especialista en asuntos de transparencia y libertad de expresión e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Ernesto Villanueva

México. D. F., octubre de 2012

En las últimas semanas la realidad se ha convertido en un problema, que cada día es más difícil evadir en Michoacán para mantener un mínimo razonable de gobernabilidad. El gobernador Fausto Vallejo Figueroa ha salido para señalar que los comentarios sobre su enfermedad son infundados, razón por la cual, se concluye, no hay nada que investigar. Para desgracia de Vallejo, de los michoacanos y de la sociedad en general las cosas son más complejas. Veamos. 

Primero. Parece haber consenso, al menos no hay una opinión en contra, de que un requisito para ejercer un cargo de función pública de alto nivel de responsabilidad, particularmente aquellos de elección popular, es contar con un estado de salud que permita cumplir razonablemente bien ese encargo. En días pasados, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, informó que estaba enfermo de cáncer de próstata y sería objeto de una operación. Lo que hizo el mandatario colombiano fue una atendible estrategia de comunicación política para colocar el tema de su enfermedad como un asunto de interés público debidamente cuidado. 

En Michoacán, por el contrario, el pasado se le vino encima al gobierno del Estado. Hábil para gobernar sin mareas en contra y ajeno a todo escrutinio por el acentuado estado de ausencia de alfabetización cívica, Vallejo apuesta a métodos del pasado para hacer frente a asuntos lamentables que pasan por su propia enfermedad como nudo gordiano del debate público fuera del estado y a las “mátalas callando”, dentro de éste. La salud es, en principio, un rubro básico de la vida privada, salvo cuando el interés público es o puede ser afectado como sucede en Michoacán. 

A mi artículo en Proceso (“El oasis michoacano” Proceso edición 1868) donde señalé, con documentos en mano, la enfermedad delicada de Vallejo, el silencio-aceptación fue la respuesta. Se apostó a dos cosas básicas: a) Tratar de silenciar el tema y b) Creer que mi texto habría de ser objeto de la desaprobación pública michoacana por meterme en su “vida privada”, la cual, se pensó, tendría un peso mayor que la afectación de los intereses comunitarios. No sucedió ni lo uno ni lo otro. No se trata de complot alguno, sino simple y sencillamente de un caso que debe ser discutido lo más ampliamente posible porque lo padece Vallejo y lo sufrimos todos.

Segundo. La negativa de que Vallejo tenga una enfermedad grave que requiere su reemplazo en el gobierno del Estado, es desmentida una y otra vez por la realidad, incluso desde el ángulo mediático que trasciende el cerco informativo del gobierno del Estado. Las cosas han llegado a convertirse ya en una comedia del absurdo. Si no existieran las redes sociales ni un mundo globalizado, la representación mediática de Vallejo y del gobierno del Estado por los medios locales sería un “oasis”, como el propio gobernador quiere vender la imagen de Michoacán. Más burdo sería difícil. 

Paradojas de la vida: los michoacanos pagan cada día más para enterarse menos. Al final del día, lo paga la sociedad entera. En esa misma tesitura es de llamar la atención el manejo discursivo de Figueroa. En todas sus incursiones públicas hace gala de un apretado vocabulario que pone al descubierto un analfabetismo funcional. Lo anterior podría quedarse en la mera anécdota. Por desgracia para todos es tema público. ¿No debe el gobernado contar no sólo con un gobernante sano, sino mínimamente letrado? ¿Tiene Michoacán el gobierno que merece?

Tercero. En el debate público hay tres casos que han sido tratados en mayor o menor medida, el de María Elvia Amaya, Alonso Lujambio y el de Fausto Vallejo. Tienen una línea común: la enfermedad y la función pública. Al mismo tiempo muestran una gran diferencia desde la perspectiva del diseño constitucional para casos donde la muerte ha ganado la partida a la enfermedad. Los dos primeros encuentran una salida rápida al entrar en funciones el suplente en todo momento habida cuenta de que se trata de legisladores federales. En el caso de un gobernador es más complicado. Lo es más en Michoacán donde la partidocracia y el crimen organizado tienen de rehén a las libertades básicas. 

Toda decisión tiene costos. El mal mayor es no hacer nada. El mal menor supone privilegiar el bien más protegido, la gobernabilidad, sobre aquello que es prescindible, los costos de cambiar al conductor a media carrera. La eventual salida de Fausto Vallejo del gobierno de Michoacán podría generar costos políticos menores si la renuncia por causa grave (artículo 55 Constitución local) se da en el término de los dos últimos tercios del periodo (artículo 57 segundo párrafo de la Constitución local). Si este hecho ocurre dentro del primer tercio la sociedad tendría que pagar, además, un nuevo proceso electoral con las pérdidas económicas que ello supone (artículo 57 primer párrafo de la Constitución local). 

Este debate sería innecesario en dos supuestos: a) Si Fausto Vallejo no hubiera buscado y/o ni hubiera permitido ser candidato a sabiendas de que no podría desempeñar fácticamente el cargo o b) Promueve que se le practique un examen médico por un panel experto de médicos independiente. Si sus proclamas de que goza de cabal salud son respaldadas por un dictamen médico, Vallejo echaría por tierra las afirmaciones de que está impedido para gobernar por cuestiones relativas a su salud. Abriría acaso un nuevo debate sobre negligencia en el ejercicio del cargo que tiene a Michoacán al borde del colapso con varios frentes abiertos.


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